jueves, 22 de junio de 2017

La estación de tren

Las estaciones de tren en India; llenas de todo y de nada, vacías de compasión, pero llenas de cuerpos fatigados, de chais y paquetes de galletas, de vagones oxidados, de carteles ilegibles, de bolsas de viaje (bolsas en el sentido literal), de mendigos, de niños hambrientos, de wáteres insalubres...

Arundathi Roy las describe así en un fragmento de «El dios de las pequeñas cosas».

«Ruidos de estación resonando.
Vendedores ambulantes de café. De té.
Niños demacrados, rubios, malnutridos, vendiendo revistas obscenas y coida que ellos no se podían permitir comer.
Chocolatinas derretidas. Cigarrillos de caramelo.
Naranjadas.
Limonadas.
Coca-Cola.Fanta. Helado. Batido.
Muñecas de piel de color rosa. Sonajeros. "Amores-en-Tokyo".
Periquitos de plástico llenos de caramelos con cabezas que se podían desenroscar.
Gafas de sol rojas con la montura amarilla.
Relojes de juguete con la hora pintada.
Un cargamento de cepillos de dientes defectuosos.
La estación Término del Puerto de Cochín.
Gris bajo las luces grises. Gente hundida. Sin techo. Hambrientos. Aún bajo los efectos de la última hambruna. Con su revolución propuesta, de momento, por el camarada E.M.S. Namboodiripad (Títere Soviético, perro del Gobierno). La antigua niña de los ojos de Pekín.
El aire estaba plagado de moscas.
Un ciego sin párpados, con los ojos tan azules como unos vaqueros gastados y la piel plagada de marcas de viruela, charlaba con un leproso al que le faltaban los dedos, mientras daba chupadas con gran destreza a unas colillas sacadas de entre un montón de basura que había al lado.
- ¿Y tú? ¿Cuádo viniste a vivir aquí?
Como si hubieran tenido la posibilidad de elegir. Como si hubieran escogido aquello como hogar entre una amplia colección de elegantes terrenos edificables en un catálogo de papel satinado.
Un hombre sentado sobre una balanza roja se quitó la pierna artificial (de rodilla para abajo) que tenía pintada una bota negra y un calcetín blanco. La pantorrilla hueca y abombada era de color rosado, como deben ser las pantorrillas que se precien (¿por qué repetir los errores de Dios al recrear la imagen humana?). Dentro de ella guardaba su billete. Su toalla. Su vaso de acero inoxidable. Sus olores. Sus secretos. Su amor. Su locura. Su esperanza. Su júbilo infinito. El pie de verdad estaba descalzo.
Compró un poco de té para llenar su vaso.
Una señora anciana vomitó. Un charco lleno de grumos. Y siguió su vida.
El mundo de la estación. El circo social. Donde la desesperación, con la locura del comercio, se iba volviendo en contra y, poco a poco, se convertía en resignación».