lunes, 21 de agosto de 2017

Una lágrima para la eternidad

El Taj Mahal, destino obligado de todos los amantes de la India, merece sin duda las palabras que le dedicaron grandes poetas como Tagore. El emperador mogol Shah Jahan, el artífice de la construcción de este mausoleo, dijo que haría derramar lágrimas "al Sol y a la Luna" y aunque no sea literalmente así, la metáfora es comprensible para aquellos que hemos tenido la suerte de visitarlo.
Muntaz Mahal murió al dar a luz a su decimocuarto hijo en 1631, causándole tanto dolor a su esposo, el emperador, que el pelo se le encaneció en unos pocos días. Muntaz había sido su compañera inseparable y, dicen, su mejor consejera. Shah Jahan, en el lecho de muerte de su mujer, le prometió construir la tumba más rica y bella que se hubiera planificado jamás y esta empresa le llevó 22 años.
El Taj, de mármol blanco como la Luna, simétrico como los cuerpos de unos amantes que se abrazan y de líneas delicadas como el contorno de una mujer, se encuentra a orillas del río Yamuna. Más de 20000 personas de la India y de todo Asia Central, así como especialistas de Europa trabajaron para que el edificio encarnase la pureza, el amor y la belleza. Dice la leyenda que el emperador, celoso de su obra, ordenó cortar las manos a los artesanos que habían trabajado en él para evitar que pudieran repetir semejante maravilla.
Los materiales, entre ellos malaquita o lapislázuli, fueron traídos desde las zonas más lejanas, y toneladas de mármol se transportaron a través de la selva. Pero nada era suficiente para el emperador que gastó cerca de dos billones de rupias en la construcción del mausoleo. Nada era suficiente para demostrarle a Muntaz que seguiría perteneciéndole para siempre.
Shah Jahan fue destronado por su hijo Aurangzeb y apresado en el fuerte de Agra, desde cuyas ventanas podía ver el mausoleo. A su muerte, fue enterrado junto a su amada, entre fuentes, jardines, mezquitas y piedras preciosas.

El Taj, desde la azotea del hostel en el que nos alojamos, cuando en la noche apareció aquella sombra tan reconocible. El Taj, paseando a la mañana por los jardines. El Taj, desde dentro, cuando el espacio se llenó de silencio, a pesar de las voces de los turistas. Y al atardecer, cuando las luces de la tarde tiñeron el mármol de naranja y rosado en una secuencia lenta y sutil.
No me canso de cerrar los ojos e imaginarlo nuevamente, yo pensé que nunca me iba a volver a enamorar. Pero ocurrió.

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