Una rata muerta en el porche de mi casa y un bebé en mis
brazos en una secuencia atropellada de acontecimientos.
La vida y la muerte están presentes cada instante en la
India. Las risas de los niños jugando alrededor de sus abuelas, arrugadas y
roñosas, tumbadas en somieres también roñosos.
-
Chocolat, chocolat.
-
Namasté, akka, tinava? (¿Comiste,
hermana?)
El sabor de un caramelo y arroz con verduras al curry en
medio de la suciedad y el hedor de la basura que flanquea el camino. Cerdos o
jabalíes, no sabría decirlo.
El estómago revuelto, la rata tiesa, con una dentellada en
el torso, el sol intenso y tan cerca, el bebé silencioso, frágil, con sonrisa
de comodidad, en mis brazos.
- Akka, peru? (¿Su nombre?)
-
No, madame.
Aún sin un nombre. Los bebés no reciben un nombre las
primeras semanas, como si aún no existieran. Están esperando a ganarse un hueco en este mundo.
Por la noche un cielo estrellado y luminoso que contrasta
con tanta oscuridad en los pasos. Silencio. Ladridos. El sonido de los grillos.
-
I love this sound.
La India es sórdida, sucia y terrible al mismo tiempo que
pura y transparente, bella.
El pequeño barrio en el que vivo también es así.
Todos los días se suceden imágenes de tristeza, de pobreza,
de religiosidad y superstición, de amor, se me acercan princesas en uniforme de escuela, me
cuentan problemas y más problemas (So it is life, Gema), estafas, sueño
con danzas y canciones de cascabeles, duelo, el bramido de las motos,
accidentes de tráfico, perros rabiosos y perros que mueven el rabo buscando
cariño cuando te acercas, hombres pastoreando, cabras, matorrales y tierra seca, casas de
adobe y paja pintadas de colores, columpios de tela en las ramas de los
árboles.
Así que es normal de vez en cuando llorar por la India.
Y otras veces bailar. Casi sin querer.
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